15 de marzo de 2010

Poéticas transversales

FÁMULO
Francisco Ferrer Lerín
Tusquets. Barcelona, 2009. 128 págs.


No se equivoca la solapa del más reciente libro de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) al calificar a este poeta como uno de los “más originales y ‘problemáticos’ de la segunda mitad del siglo XX”. Podríamos añadir otros adjetivos: anómalo, raro, complejo, excéntrico, fuera de serie. Lo cierto es que los efectos de su escritura no dejan indiferente al lector; por el contrario, al margen del rechazo o de la simpatía, promueven en todo caso la provocación. No obstante, por la sinuosa gama de registros y artificios que comporta, hay que aceptar que el trabajo poético de este autor, relacionado por inercia con la generación de los Novísimos, está destinado casi a esa tribu de pronto invisible y en permanente riesgo de extinción que es “quien ame la poesía” y sin el cual “no tendría sentido continuar la labor”.

Sin embargo, este aparente aire de selectividad que pudieran irradiar las exigencias del metabolismo poético de Ferrer Lerín contrasta con el vasto y representativo compás de apertura que despliega ávidamente no sólo hacia realidades que no sean el arte y la literatura, sino también hacia diversas formas de enunciación y plasmación gráfica que adquiere un proyecto lírico de naturaleza contingente, es decir, sujeto a las imprevisiones, los azares y las falsas pistas que depara la génesis del poema en tanto que proceso creativo dueño de su propia vitalidad y autonomía. Por ende, Fámulo acoge un zigzageante camino de expresión que escapa a las más comunes tipologías del género, sorteando la comodidad y los automatismos de las dicciones preexistentes.


Así, Ferrer Lerín afianza la principal cualidad de su instinto compositivo, misma que consiste en el talante proteico de un flujo textual que permite transitar de una pieza a otra por distintos tonos de locución, dominios semánticos y modelos prosódicos, exhibiendo, por ejemplo, una sutil aplicación de la cultura literaria y de las estrategias del discurso que consiente entrever un tratamiento a un tiempo cándido y malicioso de la materia verbal. Lo motivador, para nosotros, ocurre en el trayecto de lectura, donde la ironía, el anticlímax y la reticencia van hilando con perspicacia una comparecencia poliédrica cuyo mayor impacto es la extrañeza y el desconcierto como síntomas, estados y signos de identidad de lo poético.

En esta tesitura, Fámulo elude constantemente la idea, el convencionalismo o la preconcepción de lo poético. Esto mediante la procuración de parcelas temáticas de interés científico, cuando no radicalmente particular o circunstancial. Dos secciones del volumen lo proclaman: “Paleografías” y “Ornithologiae”, aunque hay bastantes poemas animados por una desgranada constelación de pasiones intelectuales: la ficción de Melville, el homme sauvage, las historias locales, el paisaje rural, la geografía, el cine, la mitología nórdica. Ferrer Lerín procede de manera analítica y a expensas de un lenguaje crítico, dado su alto nivel de autoconsciencia. Al ahondar en tan múltiples senderos de eventual erudición, el poeta mantiene vigente la dimensión enigmática de la poesía como teatro de pulsiones intuitivas.

Dicho lo anterior, el rasgo que cruza verticalmente el índice y los siete apartados de Fámulo concierne a su proclividad culturalista, manifiesta en un sistema de referencias nominales de índole personal y enciclopédica, y, simultáneamente, en la afluencia de arcaísmos, cultismos y frases en desuso intercalados con vetas de coloquialismo que refuerzan, por su parte, la accesibilidad del poema, compensando sus acertijos. A este respecto, el indicio biográfico y el gesto memorativo viene a constituir un contrapunto experiencial para trabar un itinerario de cifrada emotividad que demanda, como ya se apuntaba, criterio poético, sí, e igualmente disposición lúdica. Hay que recordar, con Lezama, que sólo lo difícil es estimulante, pero habrá que asumir lo estimulante en consonancia con la sugestión, la búsqueda, la excitación, como sucede en los mundos poéticos de Francisco Ferrer Lerín.

(Reseña publicada en el número 316 de la revista española Quimera correspondiente al mes de marzo de 2010.)

15 de diciembre de 2009

La erosión del tiempo

LA NOCHE NO TIENE PAREDES
José Manuel Caballero Bonald
Seix Barral. Barcelona, 2009. 160 págs.


La sabia y antigua premisa de que la madurez vital es directamente proporcional a la maestría del oficio se ha venido cumpliendo en los más recientes poemarios de José Manuel Caballero Bonald (1926), uno de los pocos sobrevivientes de la generación poética española de los 50 y, por ende, uno de los decanos de las letras ibéricas actuales a quien la edad parece haberle agudizado la noción de rigor escritural y, desde luego, su percepción crítica del mundo. Prueba de ello su penúltima entrega, Manual de infractores (2005), una revisión en clave poética del momento político y social de los primeros años del siglo XXI en la que Caballero Bonald arremete “contra los gregarios” que abismados en el fanatismo suelen oponerse a la libertad y la dignidad individuales, tal como lo manifestó a Juan Cruz en El País con motivo de esa publicación.

La noche no tiene paredes constituye ahora, por el contrario, un repliegue hacia las preocupaciones existenciales que invaden a un poeta que ha rebasado los 80: el presentimiento de la muerte, la degradación de la materia que es el cuerpo, el carácter ya casi ilusorio de la memoria, la resignación a las preguntas sin respuesta, el instinto de permanecer. Aunque todo semeja estar dicho, la voz poética auspicia decididos ejercicios de evocación que dan cuenta de una imaginación vigorosa editada con la precisión de los calificativos que trufan la lírica de Caballero Bonald. Por ello, el lector podrá corroborar el aire cosmopolita, trajinero y exótico, y por ende colorista, que ha implica buena parte del condimento mítico del universo bonaldiano, estéticamente paralelo al de Álvaro Mutis, Francisco Brines, Pablo García Baena.

Se ha hablado del germen barroco en la poesía de Caballero Bonald. Es cierto que su alta dosis de adjetivación tiende a generar una impresión de saturación producto de los múltiples matices semánticos y descriptivos; sin embargo, más que demorarse en la celebración de las apariencias, el autor profundiza en el sentido de la perduración de las cosas terrenales, amalgamando un discurso pesimista influenciado más por los tópicos de la clasicidad que por los del culteranismo aureosecular. Añadiendo a esta reflexión la ironía y el sarcasmo que acarrea sutilmente, la poesía de Caballero Bonald está así más cerca de Horacio y de Marcial, o del pensamiento estoico, que de Góngora o Quevedo, sin que tal filiación cancele un vínculo con los místicos y conceptistas resuelto en una suerte de escepticismo ascético, cual dejan verlo algunas inscripciones de La noche no tiene paredes.

Otro de los rasgos que cabe destacar es la versatilidad del verso bonaldiano que pasa del predominio del endecasílabo y el alejandrino a la distensión del versículo, lo que confiere a sus ritmos mayor margen de holgura para una sintaxis que apela más a las necesidades del significado que a la preservación de la integridad formal. Es posible que esta apertura responda a una recapitulación que aspira a aglutinar en su compás de plenitud las diversas maneras que puede adoptar el decir poético en consonancia con el ecumenismo que anima el imaginario de Caballero Bonald, donde su Argónida ficticia alterna con Esmirna o la extinta Medinat al-Zahra, con Cádiz, la playa de Sanlúcar o el puerto de Pollença, apuntalando de paso la síntesis de lo personal mitológico con lo real legendario que ha venido representando una de las consistencias de su poesía.

Finalmente, dos reparos: La noche no tiene paredes acaba siendo una colección de poemas demasiado extensa (poco más de un centenar de textos) que de pronto da una sensación de redundancia temática debido a la orientación metafísica de su repertorio centrada en el temps fugit y el ubi sunt; por otro lado, la frase poética resulta a veces un tanto forzada dado su afán de intelección y especificación, tal como lo denota la línea “porque la ambición que a sí misma se excede acaba inhabilitándose en la desertización de la felicidad” (p. 55), por demás explicativa y abstrusa que merma la facultad intuitiva de la poesía para intentar conceder acento a lo inefable. Como sea, en La noche no tiene paredes Caballero Bonald recluta las dudas e interrogaciones de un hombre que ha vivido, desde luego, la angustia de vocalizar las aporías del lenguaje.

(Reseña publicada en el número 313 de la revista española Quimera correspondiente al mes de diciembre de 2009.)

7 de noviembre de 2009

Don de ubicuidad

MOLESTANDO A LOS DEMONIOS
Daniel Samoilovich
Pre-Textos. Valencia, 2009. 128 págs.


Los nuevos caminos de la poesía son ilimitados en la medida que son incalculables las combinaciones inéditas que pudieran instrumentarse con la acumulación de estrategias y modalidades de composición que ha auspiciado la historia del género en treinta siglos. Ante este supuesto, innova quien por una razón u otra ha trascendido los dominios del gusto subjetivo para asimilar la contribución de las distintas tradiciones geográficas e idiomáticas hacia las cuales experimente al menos una curiosidad intelectual, cuando no una afinidad sustancial.

La más reciente entrega del argentino Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949), director fundador del legendario Diario de poesía, comporta una constelación de referencias que sintonizan con dicho perfil, el de una obra o una poética cuya singularidad está dada por una amalgama de códigos formales, enunciativos y culturales que, junto con un puñado de nombres dispersos de lugares y de actores literarios remotos o contemporáneos de los hemisferios oriental y occidental, confieren al proyecto un carácter ecuménico que sugiere la idea de la escritura llamativa como una mesa de redacción que reuniese correspondencia de todas latitudes.

Molestando a los demonios dispone, así, un itinerario en cinco intervalos que representan en realidad cinco momentos cronológicos y espaciales: Lago Lemán, abril de 1935; Basilea, junio-octubre de 1935; San Gotardo, diciembre de 1935; Lago Lemán, mayo-septiembre de 1936; y Sirmione-Desenzano-Como, octubre de 1936. El volumen lleva por subtítulo “Los cuadernos de Tien Mai”. A la luz de tales indicios, su aspecto más destacable, por desconcertante, parece resultar a la larga la descentralización del contexto histórico de los apartados respecto del presente del yo autoral, un efecto sin duda inducido por la rotulación de las fechas en el epígrafe de cada sección.


Partiendo de este distanciamiento —que en el fondo entraña un amago por eludir la filtración autobiográfica o el signo testimonial—, la solución reflexiva de muchos poemas, el molde poético imperante, las atmósferas estacionales sucedidas de modo recurrente y varios chispazos de humor cómico generan un planisferio textual que arroja por saldo una experiencia hipnótica alimentada con el sentido de evanescencia de las nociones de tiempo y dimensión física, la regularidad de ciertos topónimos que relativizan el principio de estabilidad y, finalmente, la hegemonía del dístico como estrofa que sintetiza la dualidad del poeta —autor y sujeto poético— y el aire de transitoriedad y dilución que enfrenta la individualidad en el concierto plenario de la literatura.

Debido a ello, Molestando a los demonios auspicia también un alegato sobre la identidad de la voz del poeta en el coro de las voces que revolotean en su interior. Para Samoilovich escribir es dialogar con nuestras lecturas y abrir, de alguna manera, la caja de Pandora del imaginario poético universal en el que las fronteras temporales y territoriales, privadas y públicas, ficticias y veraces del género tienden a borrarse y a reiterar la naturaleza del espíritu lírico como un sustrato común y un bien mostrenco. Shakespeare, Wang Wei, Victor Hugo, Du Mu, Rousseau, san Agustín, Zolá, Jen Hua, Catulo, Stendhal y los tratados de Arthur Waley sobre poesía china afloran no como fantasmas de un pasado idílico, sino como incitadoras presencias vivas que ratifican el talante evocador de la palabra.

Por lo anterior, el hombre que habla en el libro Molestando a los demonios es y no es quien lo ha escrito. En esto radica, pues, el matiz de novedad, la táctica de extrañamiento de Daniel Samoilovich sobre la cual descansa hoy en día una de las poéticas más bizarras e inusitadas de la actual poesía latinoamericana que particularmente desde El despertar de Samoilo (2005) ha sabido hacer de la conversación serena y equitativa con los difuntos, nuestros padres literarios, la fuente de cualquier viso de originalidad y diferencia. Y a esto pudiéramos llamar parcialmente, por ahora, don de ubicuidad del pensamiento poético.

(Reseña publicada en el número 312 de la revista española Quimera correspondiente al mes de noviembre de 2009.)

20 de octubre de 2009

Poéticas seminales

LOCUS AMOENUS. ANTOLOGÍA DE LA LÍRICA MEDIEVAL DE LA PENÍNSULA IBÉRICA.
Edición de Carlos Alvar y Jenaro Talens.
Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores. Barcelona, 2009. 1258 págs.


En el prólogo a una reciente compilación de amplio espectro cronológico, Francisco Rico ha escrito que “la poesía europea es una realidad tan robusta como el árbol que crece derecho desde las raíces regado por las aguas de muchas acequias”. La precisión de la imagen, digna de una miniatura, bien puede servir para resumir el florecimiento de las distintas sensibilidades poéticas de la península española durante la Edad Media, un proceso de fecundación y desarrollo gestante que ha terminado constituyendo las bases históricas de las diferentes tradiciones idiomáticas que tuvieron en la geografía ibérica un punto de partida o una zona de entrecruzamiento, una matriz propia o un destino compartido.

En virtud de ello, la condición de unidad de un proyecto como Locus amoenus es apenas el hecho de que ese abanico de ramificaciones poético-lingüísticas germinara en territorio hispánico, pues resulta evidente que el propósito ulterior del volumen ha sido destacar la diversidad dialectal y cultural, y por ende compositiva y temática, de tan promisorio horizonte. Se trataba, lo sabemos hoy, de un nuevo amanecer de la poesía en Occidente y, con mayor razón, de los albores del género lírico en España en voz de las hablas semíticas y neolatinas que han jalonado su andadura a lo largo de las centurias pero, sobre todo, en el umbral de su historia. Ya era hora de que un producto bilingüe de fácil lectura desgranase sin el filtro del aparato crítico los componentes genómicos de una genealogía literaria que engloba en sentido lato a todos los poetas de Iberoamérica.



Estamos entonces ante una dilatada selección de textos que dan fe, con actitud notarial, de los orígenes de la poesía de autor en el ámbito peninsular. La lección de pluralidad y transculturación del ejercicio tiene que ver obviamente con la literatura, pero también con la política y la religión. Poniendo en relieve la emergencia de los fundamentalismos y los nacionalismos, es imposible no extraer una interpretación de esta índole al recordar o descubrir que la patente de la expresión lírica en la Hispania del Medioevo, por ejemplo, no le pertenece en absoluto al castellano ni a ningún otro dominio romance, sino que, por el contrario, los primeros materiales poéticos concebidos en tal circunscripción son por igual obra del latín, el árabe, el hebreo, el mozárabe, el provenzal, el galaico-portugués y el catalán.

Bajo tales consideraciones, no deja de ser irónico el título de Locus amoenus para un compendio de poesía ibérica en dichas lenguas. Es probable que Carlos Alvar y Jenaro Talens hayan querido deslizar al respecto alguna connotación, al margen de que el matiz placentero de los contenidos, a caballo entre el realismo profano y la idealización, justifique el rótulo. Lo cierto es que la denominación, que invoca de entrada uno de los tópicos más atractivos del mundo clásico, parece deparar una doble añoranza: la de la aglutinación idiomática como un espacio propicio a la coexistencia fructífera, una de las grandes enseñanzas del pasado, y la de un clima de experimentación y definición formular inducido por el fluido intercambio de nociones formales y discursivas utilizadas en variadas latitudes de los reinos hispánicos y transpirenaicos.

De la procacidad goliardesca del Cancionero de Ripoll al refinamiento esencialista de Ausiàs March, del lirismo elegíaco de al-Andalus al sobrio estoicismo de Jorge Manrique, de la parábola espiritual de Selomó ibn Gabirol o Yehudá ha-Leví al pesimismo apocalíptico de Pero da Ponte, pasando por el delta de la jarcha y el amor cortés de los trovadores del sur de Francia que depuraron el espíritu lírico de Europa, Locus amoenus tiende un arco de aproximadamente quinientos años de poesía —lo que va del ascenso del sistema feudal al Siglo de Oro Valenciano— en los que prácticamente se recaba buena parte del repertorio estrófico de nuestro hemisferio. La clave: imitación, traducción y adaptación, tres vías de un método de creación que culmina en el Renacimiento y que, a la postre, han permitido ensanchar nuestros presupuestos de escritura a través de la paráfrasis, el intertexto, la variación, por citar unas cuantas instancias, como instrumentos de diálogo con las variadas tradiciones de nuestro gusto.

(Reseña publicada en el número 311 de la revista española Quimera correspondiente al mes de octubre de 2009.)

6 de mayo de 2009

Fuego inmarcesible

DESIERTOS DE LA LUZ
Antonio Colinas
Tusquets Editores. Barcelona, 2008. 128 págs.


Para nadie es un secreto que Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) es una de las voces más visibles de la poesía española de los últimos treinta años. A nuestro parecer la clave intrínseca que le ha concedido trascendencia y perdurabilidad en la memoria de sus lectores consiste en una mezcla de emoción y sobresalto matizada con una dosis de culturalismo, todo dentro de los diques de una formalidad esteticista. La combinación de estas cualidades se ha traducido en una celebración de la belleza natural y la felicidad vertiginosa comprendidas en unos cuantos instantes saturados de una dicha interior no siempre explicable. En su defecto, la nostalgia del fulgor extinto conforma también otra de las derivas temáticas.

Lo cierto es que la obra lírica de Colinas está jalonada por dos ángulos de enunciación: el de un yo poético que finca su identidad en personajes y episodios de la literatura, la historia y la mitología, y el de otro yo que habla desde una suerte de atemporalidad que podemos suponer el presente experiencial del autor. Como sea, en buena parte de sus poemas campea un aire de mitificación del momento poético, cifra de una dimensión ajena a la realidad del tiempo lineal. En este sentido, hay en la poesía de Antonio Colinas una raíz de tipo romántico en virtud de la cual el poeta encuentra en la observación de la naturaleza intacta el motivo de interlocución con un presunto más allá divino.

Desde esta perspectiva, Colinas es un poeta eminentemente platónico en cuyo sistema las entidades que lo rodean son epifanías sensibles de esa fuerza cósmica en torno a la que semejan gravitar las esencias vitales. No es gratuito que haya puesto en castellano a Leopardi, Rimbaud, Quasimodo, poetas vinculados con la busca de la hondura existencial, la exploración de los misteriosos territorios de la conciencia y la comunión con los ignorados prodigios del medio ambiente. La verdad es que siempre ha imperado en él una actitud contemplativa que confirman sus últimos trabajos. Por ello, Desiertos de la luz alcanza justamente un nivel de exaltación anímica que pudiéramos definir como una especie de romanticismo místico.


El libro ratifica, pues, los principales intereses discursivos de Antonio Colinas. Quizás el mensaje relevante sea el de la adhesión a un trayecto de indagación ya definido, pero que ahora supone un ejercicio de depuración en lo sustancial de ese proceso. Nos referimos al trato aún más dominante de la espiritualidad como medio y fin, método de conducción y objeto de interés temático. Lo corroboran los poemas “En Ávila, unas pocas palabras”, “En Bruselas, buscando una llama”, “En el anochecer morado (Pórtico de San Esteban)”, “La cripta”, “En una azotea de Jerusalén”, “La noche transfigurada”, donde la experiencia del viaje y del espacio evocativo conlleva una experiencia interior alrededor de un paradigma o de una anécdota no menos significativa que la solvencia espiritual de santa Teresa, Ana de Jesús, san Juan de la Cruz.

Por lo anterior, Desiertos de la luz colinda con la metafísica ontológica y el pensamiento panteísta a través de un humanismo ecuménico que abreva en fuentes orientales y occidentales que privilegian la charitas para con la creación universal. La imaginería de Colinas es concreta y material en tanto que el sonido, la solidez y el color, las pesquisas del tacto, la vista y el oído, las evidencias palpables, devienen instancias de una armonía liberadora. Los sentidos están así al servicio de una suerte de percepción redentora. Uno de los registros que tiende a reaparecer es precisamente el de las propiedades acústicas de la realidad poética, manifiesto, entre otras cosas, por el tributo que se rinde a Händel y Glenn Gloud.

Por lo demás, Desiertos de la luz es también un ajuste de querencias que comprende poemas a Jorge Manrique y Antonio Machado. Algunos de estos están ligados con otro rasgo de la poesía de Colinas: la nominación geográfica y la referencia arqueológica, desde el trágico Madrid de Atocha hasta Jericó y el Mar Muerto, pasando por el Corea norteño del poeta Ko Un, la Plaza Mayor de Salamanca, Castro de las Labradas, el melancólico Paseo del Mirón en Soria, las ruinas de Volúbilis. Una nota crítica: entre la añoranza de un esplendor pasado y los estragos del tiempo fugitivo, Colinas pudo haber moderado su abuso de la paradoja de absolutos y la repetición innecesaria que acaban minando la tensión del texto.

(Reseña publicada en el número 306 de la revista española Quimera correspondiente al mes de mayo de 2009.)

7 de abril de 2009

La punta del iceberg

CONVERSACIÓN CON LA INTEMPERIE. SEIS POETAS VENEZOLANOS
Selección y prólogo de Gustavo Guerrero
Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Barcelona, 2008. 640 págs.


Si bien es inexacto conocer una literatura a partir de sus figuras más representativas, también es cierto que toda antología, dispuesta al menos en torno a un criterio intergeneracional, ofrece una línea en el tiempo y permite visualizar los rasgos de la posible identidad de un corpus así como el despliegue de sus variantes según la particularidad de las distintas dicciones que lo han ido consolidando. En este sentido, podríamos afirmar parcialmente que una buena compilación es la que a través de la acumulación de singularidades que implica la atingencia de sus exponentes consigue proyectar una idea de conjunto cuyo signo global sea, en dado caso, su carácter poliédrico, cambiante, hecho que desvelaría, por lo demás, la heterogeneidad de su espectro, un factor de solvencia en cualquier literatura.

La reflexión aplica para Conversación con la intemperie, un espléndido escaparate de la poesía venezolana contemporánea en el que lo mismo se percibe la predilección de la mayoría por el prosaísmo y la imaginería panteísta como los accidentes, en la acepción topográfica del término, que dicha poesía ha experimentado durante el siglo XX para constituir una de las tradiciones nacionales de avanzada en Latinoamérica. Nos referimos a su vocación vanguardista traducida en una sintonía con el clima poético del momento, desde el modernismo decadente de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) hasta el matiz ecológico de Eugenio Montejo (1938-2008), pasando por el creacionismo naïf de Vicente Gerbasi (1913-1992), el surrealismo meridional de Juan Sánchez Peláez (1922-2003), el existencialismo crítico de Rafael Cadenas (1930) y el doblez metaliterario de Guillermo Sucre (1933).


Son justamente estos seis creadores los que articulan la “muestra substancial” de Gustavo Guerrero. Se trata de la media docena de voces fundantes y coyunturales en el desarrollo de la poesía de Venezuela en la última centuria, o sea, poetas “insoslayables”, en palabra de Guerrero, que no deben faltar en ninguna valoración estricta de la lírica hispana de ese país. De un modo u otro, estos nombres han significado mediante la angulosidad de su obra o la incidencia de su persona una suerte de magisterio para las generaciones subsecuentes, llegando a encarnar un modelo de compromiso entre poesía, arte y vida, como lo demuestra su fidelidad a las condiciones libertarias del oficio y la actitud poéticos. Por ello, más que una antología Conversación con la intemperie supone una reiteración de los eslabones óseos que componen la columna vertebral de la poesía venezolana moderna y los principios éticos y estéticos que la sustentan.

No obstante, el compendio tiene dos antecedentes recientes en España: Poetas y poéticas de Venezuela. Antología 1876-2002 (Bartleby, Madrid, 2003), editado por Joaquín Marta Sosa, y Antología. La poesía del siglo XX en Venezuela (La Estafeta del Viento-Visor, Madrid, 2005), preparada por Rafael Arráiz Lucca. A diferencia del trabajo de Gustavo Guerrero, estos volúmenes sí implican un claro propósito antológico, pues recogen una cantidad superior de autores o intentan organizar en compartimentos la más destacada producción de la Venezuela vigesimosecular. Aparte, todos los poetas de Conversación con la intemperie ya han sido publicados de modo individual en sellos españoles —Ramos Sucre en Siruela, Gerbasi en Pre-Textos, Sánchez Peláez en Lumen, Cadenas en Visor y Pre-Textos, Guillermo Sucre en Palimpsesto y Eugenio Montejo en Renacimiento y Pre-Textos—, por lo que su agrupación viene a redondear un proceso de penetración editorial de la poesía venezolana en la península ibérica que se ha acelerado a partir del año 2000.

Esta nueva incursión colectiva orquestada por Gustavo Guerrero —académico venezolano residente en París, editor de Gallimard y Premio Anagrama de Ensayo 2008— nos concede apreciar en un solo tomo, y gracias a una cuidadosa e indicativa selección de textos, el hilo conductor de la lírica que nos ocupa así como el delta de sus diferentes derivas. Nos referimos, en el primer caso, al predominio de la prosa poética y de un verso libre, no canónico y de tendencia centrífuga, que da la traza de haberse instaurado como un patrón general transmitido de promoción en promoción, comenzando por el padre de la modernidad poética de Venezuela, José Antonio Ramos Sucre, que por motivos cronológicos abre el repertorio. Tres de los exponentes —Sánchez Peláez, Cadenas y Guillermo Sucre— recurren a la forma escritural distintiva en Ramos Sucre, el poema en prosa; el resto, y Gerbasi más que Montejo, denota en lo compositivo y en lo fabulativo una propensión al desbordamiento versal y elocuente.

Parece que los venezolanos, y especialmente Ramos Sucre, leyeron con atención a los simbolistas franceses y a los modernistas latinoamericanos, con el Darío de Azul a la cabeza, quienes proponían a un tiempo, en concreto los segundos, una lección de narratividad, impecable sintaxis, cadencia prosística y riqueza léxica. Pero estaba, a la par, el Rimbaud de las Iluminaciones y Una temporada en el infierno, y los surrealistas de noveletas y poemas, fuentes en las que abrevaron ostensiblemente Sánchez Peláez y Cadenas, aunque el decir animista de Gerbasi nos remite por igual a las vanguardias de afanes primitivistas. Como sea, en lo discursivo la nota hegemónica reside en el carácter telúrico de todas las poéticas, a excepción de las de Ramos Sucre y Cadenas, que exhiben con superioridad el registro del homo urbanus, producto, lo deducimos, de la época que les tocó vivir: el auge industrial en uno, la sociedad de consumo en el otro.

La influencia de los elementos terrestres o el ecosistema del trópico es una cualidad esencial de los poetas mayores de Conversación con la intemperie. Lo vemos en Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Guillermo Sucre y Eugenio Montejo, cuyas páginas están radicalmente permeadas del entorno natural y potenciadas con la sugestividad de la vegetación, el paisaje, los pájaros insólitos. Curiosa manera de sobrellevar la noción de actualidad. La poesía de estos autores está concebida con los componentes del mundo primigenio, la edad de oro, el paraíso adánico, pero también con el grado de cosa inexplicable de los pequeños y grandes prodigios de la naturaleza, en virtud de la cual el género humano reconfirma sus insalvables limitaciones y renueva su estimulante desconcierto. El asombro y la extrañeza les ha servido entonces como una instancia cognitiva y un pasaje al autoreconocimiento.


Así, tenemos que esta conciencia de pertenencia al suelo natal ha dado poéticas tan cromáticas como reveladoras, tan figurativas como exploradoras del ser y dueñas de una sutil tensión emocional, cosa difícil de lograr en sensibilidades amenazadas por el exotismo y el genio catártico. De aquí la terredad de Eugenio Montejo, el sostenido tributo de Vicente Gerbasi a la tierra receptora de su “padre, el inmigrante”; de aquí la búsqueda a ciegas de Juan Sánchez Peláez, con su expresión profética y visionaria a caballo entre el conjuro chamánico de los ancestros y las fórmulas de la oración cristiana; de aquí, finalmente, la atmósfera estival de Guillermo Sucre que hace de la memoria el espacio poético por excelencia, un ámbito a la medida del verano en el que caben el mar de los recuerdos y las asociaciones del deseo presente.

Conversación con la intemperie —título que se desprende de una línea del propio Guillermo Sucre, ensayista sagaz en un clásico estudio sobre poesía hispanoamericana, La máscara, la transparencia— es apenas la punta del iceberg de la poesía venezolana, un bloque de alta calidad resolutiva que cohesiona en el mismo cuerpo a figuras axiales como Ramón Palomares, José Barroeta, Luis Alberto Crespo, Hanni Ossott, María Auxiliadora Álvarez, Yolanda Pantin, Patricia Guzmán y Luis Enrique Belmonte, entre otras voces que legitiman la poesía de sus precursores literarios y de la genealogía nacional que los une a través de un ejercicio lúcido, riguroso e imaginativo del legado de aquéllos. La suma de todas estas singularidades de variado cuño estilístico amalgama una totalidad que por fortuna es ya visible desde ambas orillas del Atlántico.

(Reseña publicada en el número 305 de la revista española Quimera correspondiente al mes de abril de 2009.)

12 de marzo de 2009

Resplandor en la nieve

PAÍS DE SOMBRAS RÍOS
Johannes Bobrowski
Traducción de Clara y Alfonsina Janés, introducción de Antonio Colinas. Ediciones Linteo. Ourense, 2008. 192 págs.


La naturaleza no ha sido el lugar de la poesía en el siglo XX, jalonado por el ascenso y la consolidación de la cultura urbana. El cosmopolitismo de las vanguardias es, en el campo del arte, una de las primeras evidencias. Debido a ello, dar con un poeta de voz llamativa que haya zurcido la red de símbolos, imágenes y metáforas de su mundo literario con la infinita riqueza de motivos del espacio agreste, no cesa de ser algo más que la excepción a la regla. Johannes Bobrowski (Tilsit, 1917 - Berlín, 1965) vivió en carne propia la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y su obra, que no es profusa, está asediada por la presencia latente de esa fatalidad de una manera peculiar: oponiendo al drama bélico la aparente serenidad de los bosques.

Y es que la experiencia de Bobrowski como opositor del nazismo, soldado en Polonia, Francia y la Unión Soviética, y prisionero del estalinismo cuatro años en unas minas de carbón, es indisociable de la quieta y apacible, y por lo tanto irónica, tensión de su poesía. Justo a partir de esta asimetría entre la cruda realidad y el ambiente bucólico se desprende la consistencia crítica del texto que nos reserva un poeta de filiación cristiana que con el alfabeto del paisaje halló la condición de flama trémula para nombrar la belleza en medio del desaliento. Si alguna paradoja estética depara la poesía de Bobrowski es la de haber intentado enumerar los prodigios de un ecosistema como un gesto por recobrar la inocencia, conservar la memoria, purificar el lenguaje.




Esta lectura oblicua y a veces elusiva del tiempo histórico es quizá la nota relevante de País de sombras ríos. A través de las criaturas animales, los elementos primordiales y las especies vegetales, el ámbito forestal encarna el correlato de un conflicto personal y colectivo de sutiles resonancias místicas. La soledad del recluta y la del recluso se convierte, por así decir, en el caldo de cultivo de una reflexión sobre la relatividad de la existencia. El poeta observa e interpreta la milagrosa rutina del entorno: el rumor de las aguas, los ciclos del follaje, el vuelo de la golondrina, la ronda de las estaciones, el salto del pez, epifanías todas de un orden espiritual donde fluctúa aún el menos desahuciado sentido de la vida.

No obstante, el tono poético de Bobrowski no es nada complaciente. País de sombras ríos constituye un libro frío y crepuscular. Aparte de la geografía septentrional que se reivindica en sus páginas, hay que destacar cierto deje melancólico y la austeridad ornamental de la expresión que tienden a modelar un poema espoleado por una contenida tristeza y una sintaxis erosionada por una aguda conciencia de la fragilidad. A este respecto, otra de las singularidades de la poesía de Bobrowski que algunos han coincidido en señalar, y que aquí sucribimos, es el carácter elíptico y marcadamente nominativo de su escritura, mismo que semeja reproducir tanto el suspenso y la dubitación del proceso mental de la composición como el acezante ritmo de la emotividad.

Al hablar de Johannes Bobrowski suele hablarse de Rilke, Trakl y Celan, los grandes hitos de la lírica alemana moderna. Los tres están implícitos en la caligrafía de nuestro poeta de una manera u otra, en lo formal o lo discursivo, lo temperamental o lo vivencial. En País de sombras ríos esta noción de familia literaria con la que se identifica el autor queda traducida en varios poemas dedicados a poetas contemporáneos suyos, un hecho que a la par manifiesta la dimensión culturalista y ética de Bobrowski, cuya fe religiosa, dicho sea, fue un elemento de resistencia que vino a otorgarle a su poesía el cariz humanizante de quien recurre a la naturaleza para hacernos recordar en las horas de barbarie la magnitud de lo perdido.

(Reseña publicada en el número 304 de la revista española Quimera correspondiente al mes de marzo de 2009.)
La edad del mar

BREVIARIO MEDITERRÁNEO
Predrag Matvejević
Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek, prólogo de Claudio Magris. Ediciones Destino. Barcelona, 2008. 344 págs.

Cualquier obra ensayística con aires de exhaustividad constituye hoy un desafío a la ley de gravedad. La era contemporánea nos ha querido enseñar que las monografías deben ser no transversales, sino linealmente horizontales, correspondiendo así el mandato de especialidad fomentado indirectamente por la ciencia y la academia, es decir, por el conocimiento autorizado. Lo cierto es que la literatura, uno de los últimos reductos de la autarquía metodológica y la libertad procedimental, se ha mantenido al margen de tales criterios, gestionando sus propias formas de aproximación al objeto de interés. Esto en honor de su naturaleza imaginativa y, hasta determinado punto, delirante.

Es el caso de Breviario mediterráneo, un trabajo que ahora se reedita en versión aumentada y que resulta poderosamente atractivo justo a partir de su disposición estilística y tratamiento heteróclito de una variedad de compartimentos tan fascinantes y a la vez eruditos como son el entorno marino, los ríos, las costas, el comercio naútico, las rutas de navegación, la fábula del vino y el olivo, las islas, los mapas y portulanos, la mitografía, los pueblos ribereños, las bahías y los golfos, las costumbres del litoral y la dieta alimentaria que han convertido a la cuenca del Mediterráneo en un paradigma de milenarismo, biodiversidad y cosmopolitismo que ha tenido su máxima expresión humana en el modelo de vida que representa.

Matvejević (Mostar, 1932) mismo es un ejemplo del carácter diverso y acumulativo que pretende dilucidar en su libro. Nacido en la otrora Yugoslavia, es hijo de madre croata y padre ruso; se desempeñó como romanista en la Universidad de Zagreb y, tras emigrar a París en 1991, fue profesor de letras eslavas en La Sorbonne, repartiendo su agenda entre Francia e Italia, donde ha enseñado en La Sapienza; es vicepresidente honorario del PEN Club Internacional en Londres y se deja ver de vez en cuando en Cataluña, como ocurrió con motivo de su participación en el festival Kosmopolis 2004. Habrá que anteponer a este palmarés un espectro de intereses que va de la identidad europea a la teoría estética y el arte, pasando por el activismo político y la etnicidad.



Breviario mediterráneo pertenece al género del tratado misceláneo. No por abordar su contexto desde múltiples perspectivas renuncia a la profundidad analítica y el dato fidedigno. La gran contribución de este clásico de la reciente literatura geopoética del mundo es la riqueza enciclopédica que amalgama —como las vetas de la piedra o los anillos de la corteza del viejo tronco— una infinidad de noticias arqueológicas, botánicas, etimológicas, gastronómicas, hidrográficas, idiosincráticas, meteorológicas, orográficas y religiosas. El resultado: una constelación de rarezas que concerta el testimonio en primera persona, la descripción evocadora y el registro objetivo en un itinerario donde la observación empírica alterna con el cotejo documental.

Por su amplitud de horizontes, el volumen de Predrag Matvejević desciende genealógicamente de la Geografía de Estrabón, la Historia natural de Plinio, la Corografía de Pomponio Mela y la Descripción de Grecia de Pausanias; sin embargo, como escritor y esteta de la actualidad guarda cierta afinidad con la prosa impresionista de Manuel Mujica Laínez, Miguel de Unamuno y Cees Nooteboom, o bien, con la escritura fragmentaria y rizomática de Roberto Calasso, cuyo afán viajero y curiosidad intelectual, en los cuatro, significa una lección de renovado humanismo, que no es sino el reconocimiento, en la alteridad, del destino individual y colectivo.

Finalmente, se echa de menos un epílogo que consigne de un modo u otro el deterioro ambiental y los efectos del cambio climático en la configuración atmosférica del Mediterráneo, razón de ser del Convenio de Barcelona. No obstante, el mérito supremo del estudio de Matvejević es quizá el de restituir la idea del Mediterráneo como una civilización transterritorial forjada a partes iguales por Occidente y Oriente, el cristianismo y el islam, el genio árabe y el judaico, la devoción y el ateísmo, la superstición y la lógica, la magia y la técnica, la iniciativa y el sedentarismo que han venido haciendo del antiguo mare nostrum uno de los ejes culturales del nuestro planeta.

(Reseña publicada en el número 304 de la revista española Quimera correspondiente al mes de marzo de 2009.)